El comercio formal atrapado entre la inseguridad y la falta de fiscalización
Los resultados de la última Encuesta de Victimización del Comercio, presentada por la Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo (CNC), no solo entregan cifras: son un espejo de la realidad que enfrentan miles de locatarios a lo largo del país. Una tasa de victimización que alcanza el 60,4% —seis de cada diez comercios afectados por delitos en apenas un semestre— es un dato que interpela directamente al Estado, a las autoridades locales y a la sociedad en su conjunto.
La situación se vuelve aún más alarmante cuando se constata el impacto del comercio ambulante ilegal. No se trata ya de una actividad marginal o circunstancial, sino de un fenómeno que ha ido en aumento en regiones como Iquique, Valparaíso, Temuco y Concepción/Talcahuano. El 38,2% de los locatarios asegura tener comercio ambulante instalado en las afueras de sus negocios, lo que eleva la tasa de victimización al 70,9%, muy por encima del promedio nacional.
Este dato es revelador: donde no existe orden ni fiscalización, la delincuencia se multiplica. Los locatarios lo sienten en carne propia y así lo reflejan las encuestas: más del 70% de quienes conviven con comercio ambulante perciben mayor inseguridad en su barrio y un 61,5% afirma que se afecta la seguridad de clientes y trabajadores. El comercio establecido, que paga impuestos, genera empleo formal y aporta al desarrollo de las ciudades, queda en evidente desventaja frente a la informalidad.
El presidente de la CNC, José Pakomio, lo sintetizó con claridad: “El comercio establecido está quedando atrapado en un escenario de desprotección que inhibe el crecimiento y la creación de empleos formales”. La frase resume un sentimiento compartido por muchos: la sensación de que la institucionalidad ha sido sobrepasada y que el costo de la inseguridad se ha transformado en un lastre estructural para quienes intentan desarrollarse dentro de la legalidad.
No se trata de estigmatizar a las personas que ven en el comercio ambulante una salida económica de corto plazo. Se trata de reconocer que, en la práctica, esta realidad está afectando la convivencia urbana, la seguridad de los ciudadanos y la competitividad del comercio formal. La falta de fiscalización —denunciada por un 53% de los locatarios— es una señal inequívoca de que el Estado está llegando tarde a un problema que crece a ojos vistos.
El desafío es doble. Por un lado, proteger y fortalecer al comercio formal, que sigue siendo motor clave de empleo y cohesión social. Por otro, generar políticas inclusivas que entreguen alternativas reales de inserción y formalización a quienes hoy dependen del comercio ambulante para subsistir.
La seguridad no puede seguir siendo un privilegio: debe ser un derecho básico garantizado por el Estado. Ignorar las señales que entregan los propios comerciantes solo profundizará un círculo vicioso de informalidad, temor y pérdida de confianza en las instituciones.
Este editorial es, en definitiva, un llamado urgente: no podemos normalizar que los comerciantes dediquen más recursos a protegerse que a crecer, innovar y generar empleos. Si el comercio establecido se siente atrapado, es porque el país entero está comenzando a quedarlo también.
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Los resultados de la última Encuesta de Victimización del Comercio, presentada por la Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo (CNC), no solo entregan cifras: son un espejo de la realidad que enfrentan miles de locatarios a lo largo del país. Una tasa de victimización que alcanza el 60,4% —seis de cada diez comercios afectados por delitos en apenas un semestre— es un dato que interpela directamente al Estado, a las autoridades locales y a la sociedad en su conjunto.
La situación se vuelve aún más alarmante cuando se constata el impacto del comercio ambulante ilegal. No se trata ya de una actividad marginal o circunstancial, sino de un fenómeno que ha ido en aumento en regiones como Iquique, Valparaíso, Temuco y Concepción/Talcahuano. El 38,2% de los locatarios asegura tener comercio ambulante instalado en las afueras de sus negocios, lo que eleva la tasa de victimización al 70,9%, muy por encima del promedio nacional.
Este dato es revelador: donde no existe orden ni fiscalización, la delincuencia se multiplica. Los locatarios lo sienten en carne propia y así lo reflejan las encuestas: más del 70% de quienes conviven con comercio ambulante perciben mayor inseguridad en su barrio y un 61,5% afirma que se afecta la seguridad de clientes y trabajadores. El comercio establecido, que paga impuestos, genera empleo formal y aporta al desarrollo de las ciudades, queda en evidente desventaja frente a la informalidad.
El presidente de la CNC, José Pakomio, lo sintetizó con claridad: “El comercio establecido está quedando atrapado en un escenario de desprotección que inhibe el crecimiento y la creación de empleos formales”. La frase resume un sentimiento compartido por muchos: la sensación de que la institucionalidad ha sido sobrepasada y que el costo de la inseguridad se ha transformado en un lastre estructural para quienes intentan desarrollarse dentro de la legalidad.
No se trata de estigmatizar a las personas que ven en el comercio ambulante una salida económica de corto plazo. Se trata de reconocer que, en la práctica, esta realidad está afectando la convivencia urbana, la seguridad de los ciudadanos y la competitividad del comercio formal. La falta de fiscalización —denunciada por un 53% de los locatarios— es una señal inequívoca de que el Estado está llegando tarde a un problema que crece a ojos vistos.
El desafío es doble. Por un lado, proteger y fortalecer al comercio formal, que sigue siendo motor clave de empleo y cohesión social. Por otro, generar políticas inclusivas que entreguen alternativas reales de inserción y formalización a quienes hoy dependen del comercio ambulante para subsistir.
La seguridad no puede seguir siendo un privilegio: debe ser un derecho básico garantizado por el Estado. Ignorar las señales que entregan los propios comerciantes solo profundizará un círculo vicioso de informalidad, temor y pérdida de confianza en las instituciones.
Este editorial es, en definitiva, un llamado urgente: no podemos normalizar que los comerciantes dediquen más recursos a protegerse que a crecer, innovar y generar empleos. Si el comercio establecido se siente atrapado, es porque el país entero está comenzando a quedarlo también.
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La situación se vuelve aún más alarmante cuando se constata el impacto del comercio ambulante ilegal. No se trata ya de una actividad marginal o circunstancial, sino de un fenómeno que ha ido en aumento en regiones como Iquique, Valparaíso, Temuco y Concepción/Talcahuano. El 38,2% de los locatarios asegura tener comercio ambulante instalado en las afueras de sus negocios, lo que eleva la tasa de victimización al 70,9%, muy por encima del promedio nacional.
Este dato es revelador: donde no existe orden ni fiscalización, la delincuencia se multiplica. Los locatarios lo sienten en carne propia y así lo reflejan las encuestas: más del 70% de quienes conviven con comercio ambulante perciben mayor inseguridad en su barrio y un 61,5% afirma que se afecta la seguridad de clientes y trabajadores. El comercio establecido, que paga impuestos, genera empleo formal y aporta al desarrollo de las ciudades, queda en evidente desventaja frente a la informalidad.
El presidente de la CNC, José Pakomio, lo sintetizó con claridad: “El comercio establecido está quedando atrapado en un escenario de desprotección que inhibe el crecimiento y la creación de empleos formales”. La frase resume un sentimiento compartido por muchos: la sensación de que la institucionalidad ha sido sobrepasada y que el costo de la inseguridad se ha transformado en un lastre estructural para quienes intentan desarrollarse dentro de la legalidad.
No se trata de estigmatizar a las personas que ven en el comercio ambulante una salida económica de corto plazo. Se trata de reconocer que, en la práctica, esta realidad está afectando la convivencia urbana, la seguridad de los ciudadanos y la competitividad del comercio formal. La falta de fiscalización —denunciada por un 53% de los locatarios— es una señal inequívoca de que el Estado está llegando tarde a un problema que crece a ojos vistos.
El desafío es doble. Por un lado, proteger y fortalecer al comercio formal, que sigue siendo motor clave de empleo y cohesión social. Por otro, generar políticas inclusivas que entreguen alternativas reales de inserción y formalización a quienes hoy dependen del comercio ambulante para subsistir.
La seguridad no puede seguir siendo un privilegio: debe ser un derecho básico garantizado por el Estado. Ignorar las señales que entregan los propios comerciantes solo profundizará un círculo vicioso de informalidad, temor y pérdida de confianza en las instituciones.
Este editorial es, en definitiva, un llamado urgente: no podemos normalizar que los comerciantes dediquen más recursos a protegerse que a crecer, innovar y generar empleos. Si el comercio establecido se siente atrapado, es porque el país entero está comenzando a quedarlo también.



